Sí,
sacrifico perros y gatos para ganarme la vida. Soy empleado del Control
Animal en un pequeño pueblo en el centro de Carolina del Norte,
Estados Unidos. Tengo 35 años y he estado trabajando para el
municipio en diferentes puestos desde la preparatoria.
No hay mucho trabajo aquí, y trabajar para el condado significa
tener buen sueldo y prestaciones para una persona como yo que no cuenta
con estudios superiores. Soy esa persona de la que todos ustedes escriben
cosas horribles.
Yo soy quien mata a los perros y los gatos y los hace sufrir. Yo soy
quien saca sus cuerpos sin vida oliendo a monóxido de carbono
y los avienta dentro de las bolsas negras de plástico. Pero también
soy aquél que odia su trabajo y odia lo que tiene que hacer.
Todos ustedes que me juzgan, no lo hagan. Dios me está juzgando
y sé que me iré al infierno. No voy a mentir, es infame,
cruel y me siento como un asesino serial. Pero no soy del todo culpable;
si la ley obligara la esterilización de los animales, muchos
de estos perros y gatos no estarían aquí para que yo los
sacrifique. Soy el demonio, pero quiero que todos ustedes vean la otra
cara del hombre de la cámara de gas.
Por lo general, el centro antirrábico realiza el sacrificio con
cámara de gas los viernes por la mañana.
El viernes es el día que la mayoría ansía que llegue,
pero para mí, este es el día que más odio y siempre
quisiera que el tiempo se detuviera el jueves en la noche. Los jueves,
muy entrada la noche, cuando no hay nadie, mi amigo y yo vamos a un
restaurante de comida rápida y nos gastamos 50 dólares
en hamburguesas, papas fritas y pollo. Tengo prohibido alimentar a los
perros los jueves porque me dicen que se hace un chiquero en la cámara
de gas, y sería un desperdicio de comida.
Así que, los jueves por la noche, con las luces aún apagadas,
voy al cuarto más triste que jamás nadie pudiera imaginar,
y dejo que todos los perros y gatos, condenados a morir, salgan de sus
jaulas.
Mi amigo y yo abrimos la envoltura de cada hamburguesa y sandwich de
pollo y alimentamos a estos perros hambrientos y flacos. Se tragan la
comida tan rápido, que no creo siquiera sepan a lo que sabe.
Mueven sus colas y algunos ni comen, se echan boca arriba para que les
acaricie su pancita. Comienzan a correr, brincar y me besan a mí
y a mi amigo. Van a comer un poco más de comida y regresan a
donde estamos. Todos nos miran con tanta confianza y esperanza, y sus
colas se menean tan rápido, que termino con moretones en mis
piernas. Se devoran la comida; después, es tiempo de devorar
un poco de paz y amor. Mi amigo y yo nos sentamos en el piso de concreto,
sucio y manchado por los orines, dejamos que nos brinquen encima, se
paran de manitas para jugar y también juegan entre ellos. Algunos
se lamen unos a otros, pero la mayoría permanece pegada a mí
y a mi amigo.
Miro a los ojos de cada perro. A cada uno le doy un nombre.
No morirán sin tener un nombre.
Le doy a cada perro 5 minutos de amor y cariño incondicional.
Les hablo y les digo que lamento mucho que mañana agonizarán
por largo tiempo, que morirán de una forma espantosa y tortuosa
en mis manos dentro de la cámara de gas.
Algunos mueven sus cabecitas para tratar de entenderme.
Les digo que estarán en un mejor lugar, y les ruego que no me
odien. Les digo que sé que me iré al infierno, pero estarán
jugando con todos los perros y gatos en el cielo.
Después de cerca de 30 minutos, tomo cada uno de los perros y
los meto en sus jaulas de concreto llenas de heces; los acaricio y rasco
su barbilla. Algunos me dan la pata, y yo sólo quiero morir.
Cierro la jaula de cada perro y les pido que me perdonen.
Dormirán con su pancita llena y con una falsa sensación
de seguridad.
Son cerca de las 5 de la mañana ahora, faltan dos horas para
tener que asfixiar a mis amigos en la cámara de gas. Voy a casa,
me baño, tomo mis 4 píldoras contra la ansiedad y manejo
de regreso hacia mi trabajo. No como, no puedo comer. Ha llegado el
momento de meter estos animales en la cámara de gas. Me pongo
mis tapones para los oídos, y cuando voy por los perros y los
gatos, están tan emocionados de verme, que saltan sobre mí
para besarme al pensar que jugarán conmigo.
Los pongo en la jaula móvil y los llevo a la cámara de
gas. Ellos lo saben. Pueden oler la muerte, el miedo. Empiezan a gemir
en cuanto los meto en la cámara de gas.
El jefe me pide que meta el mayor número posible de ellos para
ahorrar el gas. Me observa. Sabe que lo odio, sabe que odio mi trabajo.
Hago lo que me pide. Él mira cómo todos los perros y los
gatos (amontonados todos) se pelean y gritan. El sonido se amortigua
porque tengo puestos los tapones. Él se marcha, prendo el gas
y me salgo lo más rápido que puedo.
Camino hacia el baño, tomo un alfiler y me pincho hasta sangrar
¿Por qué? Porque el dolor y la sangre despejan mi mente
de lo que acabo de hacer.
En 40 minutos debo regresar y retirar los animales muertos. Rezo porque
ninguno haya sobrevivido, lo cual sucede cuando meto demasiados animales
en la cámara de gas. Los levanto con mis guantes y el olor del
monóxido de carbono me enferma al igual que los vómitos,
la sangre y los movimientos involuntarios de los cuerpos.
Los saco y los meto en bolsas de plástico.
Me digo a mí mismo: "Ellos están en el cielo ahora".
Después limpio toda la suciedad, que USTEDES PERSONAS, han propiciado
al no esterilizar a sus animales. La suciedad, que USTEDES PERSONAS,
han propiciado al no exigir que un veterinario venga y haga esto de
una forma humanitaria.
USTEDES SON LOS CONTRIBUYENTES, ¡EXIJAN
que esta práctica SE ACABE!
Así que no me llamen "el monstruo", "el demonio"
o el "verdugo", llamen demonio a su GOBIERNO, a las personas
responsables del mismo, a los responsables de que esto suceda. ¡Carajo!
llamen al gobernador y ¡EXIJANLE QUE
ACABE CON ESTO!
Como siempre, esta noche tomaré mis pastillas para dormir para
poder ahogar los gritos que escuché en el pasado antes de descubrir
los tapones para los oídos. Brincaré y me estremeceré
en mis sueños creyendo que estoy alucinando.
Esta es mi vida, no me juzgues, créeme, ya me he juzgado yo lo
suficiente.