He
vuelto a pasear por el bosque del lado oeste. Cuando estoy lejos
de la ciudad, de vez en cuando sueño con ese bosque y con
Senda. A veces sueño cosas buenas, sueño que no vuelvo
a ver a Senda dentro del bosque y no verla siempre es una buena
señal. Otras, tengo pesadillas horribles, sueño que,
pese a mis denuncias, el galguero del pueblo sigue ahorcando galgos,
y no sólo eso, sino que además detrás de su
casa hay un pozo enorme donde los tira y donde ni siquiera Senda
puede ir a rescatar sus pobres almas.
Los galgos como Senda siguen considerándose un material,
un material que es fungible, porque no es capaz de aguantar carreras
en el campo con una musculación deficiente por la alimentación
a base de pan y agua y se le rompen las patas, porque pelean por
este mismo mísero alimento las decenas que viven esclavizados
en un sótano, porque contraen enfermedades en el útero
pariendo en sótanos húmedos y sucios, porque tienen
que resistir el frío y el hambre del que jamás les
cobijan con una manta, sólo su piel les acaricia, y porque
a veces en lugar de las caricias que buscan durante el frío
invernal, reciben las palizas del galguero, con no sé yo
que fin, tal vez divertirse, tal vez pagar la miseria de su propia
vida, pero seguramente bueno no es. Entonces, ese material estropeado
se tira, destroza de un martillazo en la cabeza, ahorca o abandona
en el bosque donde los cepos les destrozan las patas o mueren de
hambre o alguna otra enfermedad, y aún y así, tras
esa vida horrible, estoy seguro de que en silencio, desde su horca,
viendo resbalar la última gota de sangre de su cabeza partida,
a quien llaman para pedir ayuda no es a la libertad, sino a su amo.
Son unos esclavos tan deliciosos, tan humildes... el problema es
que no todo el mundo puede llevar el calificativo de ser humano
ya que éste debería ser más acto que especie.
Todo avanza muy lentamente en el pueblo respecto a la concepción
del galgo. Se recurre con frecuencia a una falsa doble moral. Es
un pueblo, y en los pueblos hasta hace bien poco e incluso aún
ahora, la gente mataba a sus animales para alimentarse observándolos
como lo que eran, material de supervivencia, además era importante
el beneficio bruto y total y la poca inversión en alimento,
porque realmente eran muy pobres y no podían permitirse el
lujo ni la justicia para los pobres animales, de un veterinario.
Quizás estos fueron los inicios de la crueldad con los animales,
éstos que ahora no tienen ningún sentido ya que España
está más avanzada y económicamente los pueblos
y su gente están bien sustentados...Tal vez toda esta tradicionalidad
esté tan enraizada, que el ciudadano, y la gente del pueblo
no pueda abrir aún su mente hacia el respeto a unos seres
tan vulnerables ante ellos como los animales.
Pues en el pueblo, tal y como iba diciendo, todo esto avanza lentamente,
no tengo demasiada gente con la que hablar, porque casi nadie está
de acuerdo conmigo. Mi padre se ha peleado con su vecino el galguero
por mi culpa, porque yo le denuncié y le cayó una
multa (insignificante acción, a mi parecer para la crueldad
que está cometiendo)... Mi madre, aunque no lo diga, se avergüenza
de mí ..., porque le he robado un trabajo y una afición
a su vecino. Como ellos, piensan la mayoría del pueblo, porque
más de la mitad son cazadores y compraban los perros al galguero,
incluso el alcalde compraba los más veloces para competir
en Barcelona, las únicas pistas que quedan abiertas para
este ejercicio. Pero ni siquiera el alcalde quiso defender al galguero
ante la investigación policial, consciente, en el fondo de
sus adentros, de que ese ejercicio no tenía nada de moral
ni legal.
A los 11 años, me encontré yo a Senda tirada en la
cuneta de la carretera de las afueras del pueblo. Me acerqué
con mucho cuidado por miedo a que me ladrara, mordiera o por precaución
de estar a punto de contemplar la macabra visión de un perro
muerto. Al acercarme, abrió los ojos, alzó su cabeza
y movió su nariz lentamente. Quiso ponerse de pie, pero se
cayó derrumbada, levantando una nube de polvo. Le toqué
la cabeza, cuando mi palma tocó su piel se estremeció
y gritó. Me asusté y comprobé si tenía
alguna herida y si le había hecho daño, pero nada
parecía atormentar aquella piel llena de polvo. La incité
a volverse a levantar invitándola a que jugara conmigo. Cuando
miré sus patas me sorprendí y me volcó el corazón
al comprobar que lo que le sucedía a la perrita es que tenía
una pata colgando, las tiras de piel le bailaban y la sangre estaba
ya seca y gelatinosa en el suelo como si hubieran tirado un pequeño
vaso de pintura y se hubiera cuajado, y un hueso amarillo y puntiagudo
salía ferozmente, anunciando su dolor y angustia.
Volví corriendo a casa y no pude convencer a nadie para que
me socorriera, así que rompí mi hucha y saqué
todo el dinero que tenía ahorrado desde hacía dos
años, llamé a un buen amigo, y entre los dos, montamos
a la perra en una carretilla, la mojamos un poco con agua y caminamos
2 km. hasta llegar al veterinario de un pueblo mayor. Les contamos
la historia y se conmovieron. La veterinaria nos advirtió
que la pata de la galga no se podía operar ni curar y que
habría que amputársela, pero nos aseguró que
podría apañárselas muy bien con tres. Mi amigo
y yo fuimos cada día a visitarla, la tuvieron que operar
y esterilizar por una infección de útero que sufría
tras haber parido una camada de cachorros tras otra y le sacaron
varios perdigones de la espalda y los muslos.
La llegada a casa de Senda fue apoteósica...
Mi padre se sintió indignado porque su hijo se hubiera gastado
un dineral en la perra rebelde e inservible del vecino, me arreó
más de un tortazo que aguanté con secreta y escondida
rabia y le escupí glorioso por mi victoria definitiva en
la cara, que aquella perra tampoco servía para parir ya que
estaba esterilizada, y aquello fue lo que realmente hizo desistir
al galguero.
Con los años me acostumbré a las escapadas de Senda,
que jamás abandonó y también poco a poco el
pueblo se acostumbró a su presencia, parece ser que su invalidez
y simpatía hizo que se ganara a grandes y a pequeños.
Cuando cumplí 20 años, encontré trabajo en
la ciudad y decidí llevarme a Senda conmigo. Cuando la recogí,
tenía ocho años, ya estaba mayor, y supe que poco
tiempo me haría compañía en la ciudad... Le
dieron 3 meses como máximo de un cáncer que se estaba
extendiendo ya por todos sus órganos y que ella disimulaba
con normalidad.
Intenté disfrutar de cada tarde de paseo en la que los niños
de la ciudad querían tocarla y los mayores saber de su historia
conmovedora, nadie quedaba impasible ante el coraje de Senda y nadie
ignoraba su porte y belleza.
Tras años de viajes hermosos a otras ciudades, de crecer
y madurar me sentí preparado para visitar de nuevo a mis
padres. Cogí una semana en pleno agosto y como siempre decidí
llevarme a Senda conmigo al pueblo, para visitar mis padres, aún
con la mala relación que tenía con ellos. El pueblo
estaba solitario, gris, polvoriento. La juventud se había
ido a la ciudad como yo, y los mayores se habían quedado
dentro, con su vida quejumbrosa y sus quehaceres.
Mis padres me recibieron melancólicos ante mi ausencia de
tantos años, pero ciertamente emocionados, incluso emocionados
de ver a Senda... Aquella noche dormí con Senda en la habitación,
tal y como lo hacía en la ciudad, convencido de que cuando
me despertase Senda ya habría salido al bosque del lado oeste
del pueblo, pero no fue así, aquella noche durmió
a mi lado, cansada. Me pareció más vieja que nunca
en la penumbra de la habitación.
Senda no se separó de mí ni un instante del nuevo
día, y tras acabar de comer, en lugar de dormir hasta el
anochecer, como solía hacer, me incitó a jugar con
ella, y una vez seguí sus juegos comenzó a correr
pueblo através.
Senda siguió corriendo hasta las afueras del pueblo, rodeando
la carretera del lado oeste, donde nacía un bosque viejo
de álamos y algunos pinos. Una vez allí me esperó
pacientemente. Yo me empeñé en volver, pero ella esperaba
en el mismo lugar, y una vez me convenció de que me quedara,
caminó lentamente hacia el interior del bosque. Yo le acompañé
tembloroso y sudado y me cobijé bajo la sombra que proyectaban
los árboles. Ella me miraba y yo la miraba a ella, si hubiera
podido hablar seguramente me habría dicho: "ven, quiero
contarte un secreto", y así fue.
Paró en el corazón del bosque, al lado de una pila
de troncos amontonados. Se sentó y me miró intentando
quizás adivinar mis pensamientos. Me llevé las manos
a la cara asombrado. Decenas de galgos estaban colgados con cuerdas
como si fueran banderas. Sus bocas estaban diabólicamente
abiertas y sus colmillos asomaban, también alguna lengua
que otra. Su piel casi era transparente y sus ojos estaban hundidos.
Las patas delanteras eran las delatoras de su sufrimiento y agonía
pues tenían las almohadillas abiertas y desgarradas de intentar
encaramarse al árbol, y en la corteza de éste habían
restos de sangre reseca. La podredumbre sazonaba aquel espectáculo
y la penumbra le daba un aire de vergüenza, de amoralidad y
de ilegalidad.
Aquellos cuerpos no habían tenido más visitas que
la mía y seguramente las de Senda en cada amanecer hasta
que me la llevé a la ciudad. Sólo ella y el galguero
conocían aquel lugar, sólo ella tranquilizaba a sus
compañeros, a los que seguramente vio morir ahorcados uno
a uno entre estos árboles. Estoy seguro de que eso era lo
que me quiso decir. Pero entre todos los cuerpos balanceados por
el baile mortuorio del viento vi aparecer algunos perros, con los
ojos verdosos y luminosos por el reflejo de la poca luz que se colaba
desde donde estábamos Senda y yo. Aparecieron desde la parte
más frondosa del bosque, zarandeando los arbustos con sonido
chispeante y se enunciaron en completo silencio, sin un ladrido.
Entonces vi como Senda salía disparada hacia ellos sin mirar
atrás y yo me asusté, porque al intentar llamarla
no pude pronunciar una palabra y porque al intentar dar un paso
vi que Senda seguía allí, tumbada a mis pies. Acababa
de morir y su carrera con aquellas pobres almas no era más
que el retorno a la libertad embriagadora de la muerte, ella era
la guía, la garantía de felicidad de todos aquellos
que no lo habían podido ser. Recogí el cuerpo de mi
amiga, templado, aún musculado y la cavé un hoyo en
ese mismo lugar donde se dejó morir.
Tal y como habría querido ella, denuncié al galguero,
tuvo que enfrentarse a una buena multa, y di a conocer a todo el
mundo la historia de estos animales en un libro que una vez fue
publicado, le permitió a mis padres comprender la miseria
del universo en el que estaban inmersos y del que eran cómplices
Pero no puedo descansar, porque sé que el galguero del pueblo
sigue haciendo parir a sus perras, alimentándolas con miseria,
ahorcando algunas y dejando a otras a su suerte y nadie, ni siquiera
mi familia que tan de cerca vivió con Senda, que leyó
el libro, que se enfrentaron al hombre violento que era el galguero,
se muestran en contra de ello, por lo que intentaré seguir
difundiendo la miseria de esos perros, que no son más que
un pequeño reflejo de lo que ocurre en más pueblos
de España.
Seguiré paseando por ese bosque para volver a encontrarme
con Senda, rodeada de una manada cada vez más extensa que
me muestra con ojos dulces, son los fantasmas de la injusticia prolongada,
son la manifestación silenciosa de la muerte, por ellos van
todos mis proyectos, por los galgos del lado oeste.
Enviado
por Consuelo García Fernández drag25@hotmail.com |