Desde hace dos años el primer ruido que percibo por las mañanas es el zapateado de Coqui, la perra de mi novia, una vieja y pequeña bola de pelo rubio que me despierta para pedir la manduca. La Coqui no tiene muchos más temas de conversación aparte de la zampa y que le rasquen la oreja y, sin embargo, se ha convertido en parte de mí mismo. Con los años, ha perdido la vista, el oído y buena parte del olfato, pero al apetito lo conserva íntegro. Se mueve por la ciega casa de memoria, sin tropezar ni una vez.
Te vas a la calle, la dejas sola y a oscuras durante horas y no suelta un ladrido, jamás se queja. Se detiene, nos mira y "sus ojos son dos preguntas húmedas" que decía Neruda.
Ignoramos qué querrá decirnos o preguntarnos, aparte de pedir más manduca o más caricias; ignoramos cuál es la pregunta a ese enigma a cuatro patas que es un perro. Pero la respuesta es sí.
John Irving escribió en una novela algo acerca de "un cocker descerebrado", quizá es que no llegó a entender que un cocker es todo corazón. A la Coqui le fallan los ojos, velados por cataratas, y apenas si oye algo, pero un perro no sabe realmente que está enfermo.
En su bendita ignorancia quizá piense que ahora el mundo es un anochecer interminable y que la gente a su alrededor se ha vuelto tremendamente silenciosa. Tiene una hernia discal, así que todos los días tengo que subirla en brazos al tercero: 12 kilos de cocker a pulso tres veces al día. Seamos serios: La Coqui no sirve para nada excepto para recordarte cada vez que la ves que tú también tienes corazón.
El amor perruno es incondicional, absoluto, y nunca se repetirá bastante que no hay nada que pueda comparársele. Esta es una de las muchas cosas que tengo que agradecerle a Beatriz. En sí mismo, un perro es una lección de vida, y no, no podría imaginar mejor educación para un niño (un doctorado de cariño, empatía y responsabilidad) que crecer junto a un perro. Lo malo es que ellos envejecen de prisa, viven 10, 15 años con suerte, pero si durasen más quizá no lo soportaríamos. Porque es terrible convivir al lado de un perro y percibir día a día su nobleza, su coraje, su fe sin fisuras. Entonces uno se da cuenta de lo mezquinos que podemos llegar a ser los humanos, simios despiadados, chimpancés con ínfulas, seres capaces de abandonar a un perro.
He llegado a su vida tarde pero aún a tiempo para que me siga despertando por las mañanas. Y a veces me pregunto si en los designios secretos de la Providencia, yo no estaré en el mundo no tanto para tramar unos cuantos libros más o menos torpes, unas cuantas páginas más o menos eficaces, sino tal vez para hacer algo más felices los últimos años de un cocker.